Un diciembre lleno de cosas, de aceleraciones, de trabajo, de nostalgias.
El día de las velitas, por lo cual escribo, paso tranquilo.
Prendí Velas. Dos paquetes.
Afuera llovía, y mis velas las tuve que poner debajo del techo, casi adentro de la casa, en el balcón donde nadie de afuera ve nada, ni huele casi nada.
Pensaba que qué pendejada encenderlas, que ya no estaba mi hermano (compañero en casi todas las encendidas de velas), y que no tenia a nadie a mi alrededor en ultimas, que ni los gatos que andan siempre lejos y dormidos, y que no hacen caso por el nombre que les inventé, y que cuando les cuento uno que otra idea que ando pensando solo se limitan a lambersen una pata o acicalarse su cosito con paciencia.
A pesar de la lluvia y las nostalgias, las velas de todos los colores quedaron reducidas a una mancha de cera en la primera tabla que me encontré. Porque bacano ver extinguir el fuego, porque tranquilizador ver arder, para suavizar la emociones, para tratar de acabar con el calor que mucho tiempo me tuvo de píe, más brutal y feliz que nunca, y que ahora por razones que aun no entiendo y que son lejanos a mí, me impide seguir, me hacen daño, estorban, me punzan, me hacen llorar. Y no, no me lo puedo sacar.
A la una de la mañana las velas seguían quemando el aire, y yo ya no tenia ni energía ni aire.
Fui a la cama como las otras noches pasadas: me arropo con casi todas las cobijas, hago un puchero de esos que le salen a uno en la impotencia, me abrazo, me voy para dentro, donde hay solo olvido.
Vendrán otros fuegos, y se consumirán igual que los días, que la vida.
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