Eran las 11am y tenia hambre. Hoy por hoy, hay que decirlo, necesito doble desayuno. Y en la tarde lo mismo. Como cualquier cosa, en general basura. Es dexir, mecato, sopitas, cosas livianas que no me caen mal al estomago, pero tampoco me llenan mucho. Fui a la cocina, y escogí el tomate más rojito, y volqué la sal en un tapa blanca.
Los tomates me recuerdan toda mi vida. Recuerdo sacarlos de las cajas de tomate, uno por uno, y limpiarlos con un trapo que olía a jugo de viejo, hasta que quedaran relucientes, luego los poníamos en la “mesa de trabajo”. Me fascinaba tirar los tomates, y hacer un arrume, y poner los buenos en el fondo, y los malitos (“la guachaca”) por encima. Me gustaba empacarlos en paquetes de 1 libra, para que mi hermanito los fuera a vender en la calle. Me gustaba el orden de los tomates en la bolsa, es todo un arte que la cara buena de cada fruto quedara contra la bolsa, y lo malo hacia dentro.
El tomate me recuerda los domingos, las mañanas, los olores, a mi papá, a mis tíos, a mi infancia, al trabajo, al campesino, las “chivas”, las manos negras, el hogao, los limosneros, la sal.
La sal me recuerda la carne que va pa´lejos. Me recuerda los carniceros. Las brujas. La arepa con mantequilla. Los mangos. El tomate.
Me gustaba coger un trozo grande sal de carnicería, y me lo metía a la boca, y caminaba hasta el puetecito de legumbres de mi papá, y con la boca apunto de reventar por tanta saliva salada, cogía un tomate, el más grande, y me lo comía, y me chorriaba, y me chupaba ese liquido lleno de pepas que se juntaba con la sal, y que era un sabor tan rico, que me dolían hasta las amígdalas.
Nos trasladamos
Hace 12 años
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