En un domingo cualquiera de sol, mi hermano entro corriendo, me dijo que terminara de hacer el almuerzo, que hoy los “Patos” lo habían invitado a jugar.




Y jugué con él en las casas donde vivimos. Y en la calle adoquinada y en la de cemento, y en el empedrado, y en la placa polideportiva, y en la manga del estadio, y en el peladero de cualquier parte. Nunca me gusto tenerlo en mi equipo, pensé que no era justo para él, ni para mí, pues siempre eramos rivales.
Lo veía volar, pelear, estar rojo y gritar. Nadie se metió con él, todos lo queríamos, era un figura para jugar (y en la vida), y además era mi hermano. Y no es que yo era un “duro”, ni nada de eso, era el amigo o parcero del “duro.”
A veces pasaba por la escuela donde estudiaba, yo tal vez estaba en Quinto de primaria, y él en Tercero. Y lo observaba un rato desde lejos, todo sucio, pelíon, sonriente, y pensaba en esa época, y ahora aun más, que no era un buen hermano, que he dormido al lado, (y vivió toda la vida juntos), y no conozco, y no soy amigo de Jorge Andrés Escobar.
Así somos nosotros. Silenciosos, pelíones, y jugadores de fútbol a morir.
Yo ya no juego fútbol, y él ya no es frágil
Yo no soy amigo de “los duros”, pero él aun es querido por todos.
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